Mariano Rolando Andrade

(Buenos Aires, 1973). Reside en París, vivió en Temperley entre 1979 y 1997. Publicó Los viajes de Rimbaud (Editorial Vinciguerra, 1996), Poesía Beat (Buenos Aires Poetry, 2017), Canciones de los Mares del Sur (Buenos Aires Poetry, 2018) y Luisa Futoransky: Los años argentinos (Editorial Leviatán, 2019). Seleccionado en la antología de poesía Buenos Aires no duerme (Eudeba, 1998) y Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional a mejor cuento en lengua francesa (2001). Ha participado en festivales de poesía en Argentina, México, Perú y Marruecos.

El entierro de Stevenson

De pie ante tu tumba blanca,
veo el océano que te trajo
y la jungla que te amparó,
las montañas que quizás
te llevaron a Escocia.

Veo a los jefes samoanos
recibir la noticia
“Ha muerto Tusitala”,
que partió de la casa en Vailima
una noche de diciembre.

De pie ante tu tumba blanca,
comprendo tus dos deseos:
llevar las botas puestas
y ser enterrado
en lo alto del monte Vaea.

Pocos son los papalagi
que han merecido lágrimas
en estas islas y mares
saqueados sin descanso
por las plagas de Occidente.

De pie ante tu tumba blanca,
gran Tusitala del norte,
veo las antorchas y escucho
los brazos de doscientos
surcando la tierra cuesta arriba.

El resto de Samoa se pregunta
“qué desgracia nos ha caído”,
y en la morada de Vailima
alguien prepara tu mortaja
y viste tus pies desnudos.

Llega la temida mañana ya,
tus anfitriones te acompañan
y los más fuertes cargan
el ataúd a lo alto de Vaea,
la cima de la tumba blanca.
Apia, diciembre de 2016.

East Village

Los perros en la nieve,

las calles en coma,

el chofer que vacila

en el semáforo en verde

de la seis y la A.

La mañana rígida

por el mordisco del cielo.

Tus botas hieren

la presunta castidad

del invierno en Alphabet City.

Y las ventanas indiferentes,

nacidas ciegas

en rostros de ladrillos rojos.

Los árboles reclinados

que se niegan a hablarte.

¿Alguien ha visto a Thomas?

¿Alguien ha visitado

la tumba de Melville?

¿Y nosotros?

¿Nos recuerda aún la ciudad?

Intuyo que fuimos

aquellos perros en la nieve,

jugando ignorantes

con el último invierno

que nos ofreció el East Village.

El último

Cuando todos huyeron o murieron,

cuando la casa del pastizal y el ciruelo inclinado

volvieron a vivir en su maldita soledad,

quedó un último habitante,

un superviviente final,

vagando por las calles horas y horas

regresando a la noche

rasgando la chapa de la puerta

aullando susurrando hablando

en el desconocido idioma de los sobrevivientes.

Su presencia desafiaba a la casa,

a sus maldiciones, a su dolor,

la omnipresente negrura

que brota de las entrañas de lo maldito

y devora lo que se aventura en ella.

Su presencia ya no era bienvenida,

aunque él, maldito mil veces también,

no sabía huir, no sabía morir,

como tampoco sabía

que todo aquello era ineluctable.

¿Cuánto tiempo vivió así,

ignorado y desafiante?

¿Cuántos días, cuántos años,

la enfermedad y la desgracia

durmieron en algún cuarto

sin prestarle atención?

Hasta que una de las dos despertó,

alguna recordó el olvido y fueron por él,

y lo encontraron

tumbado en el fondo de la casa.

Se metieron en sus tripas,

lo llenaron de podredumbre y pestes.

Le enrostraron su desfachatez,

el sacrilegio de traer a la memoria

a los muertos y los prófugos.

Solo quedó decretar su final.

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